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La esquina de Dios

  • Myri Bedoya
  • 19 jun
  • 11 Min. de lectura

En la esquina de la cuadra donde yo vivía había una casa abandonada, cuya gran pared, paralela a la ochava, era el lienzo de todos los grafiteros del barrio. Pasaban los años y graffitis nuevos tapaban los viejos. Algunos eran decentes, daba gusto verlos porque se notaba que habían implicado bastante dedicación: bordes llamativos, curvas desafiantes, combinación de colores. Y otros eran la típica porquería inútil que amerita que se invente la pared repelegraffiti, cuya tecnología de recepción arbitraria permitiría que a los imbéciles que graffitean solo para cancherear se les repela el aerosol y éste se dirija directo a su rostro. Y que dure. Años.


Bueno, la cosa es que en algún momento alguien había escrito “Remedios de Escalada”,como una afrenta a los del barrio, así arengando un encuentro entre barras de violentos. Algo común en esa época. Pero pasado un tiempo, otro fué y dibujó un gusano diabólico que tapaba parte del graffiti, hasta que solo se podía leer “dios”. Sobre “Reme” y sobre “de Escalada” pasaban la cabeza y la cola del gusano, respectivamente.

Más tarde llegaron otros graffitis, pero, como cosa del cielo… sobre dios no se pintaba nada. Y así comenzó la antología de historias que les vengo a contar.



Gaspar de Jujuy


A Gaspar de Jujuy lo conozco de otro cuento que escribí. Que se llama “Gaspar de Jujuy”. Acá en el barrio estuvo merodeando durante unos 10 años. Al principio parecía que vivía por alguna de las zonas precarizadas y venía de día como para hacer alguna changa. Pero con el tiempo, fue claro que no tenía un hogar. Su rostro fue agrietándose rápidamente y pasó de tener unos 50 y pico de años a tener unos 190…en diez años.

Gaspar era bastante activo para ser un ciruja, a decir verdad. Solo se le veía sentarse un rato al mediodía como los albañiles de aquella época. Los que todavía no andaban con celular. Y como para no perturbar a ningún ilustre vecino, elegía la esquina de dios para descansar.

A eso de las 12:30 venía caminando desde la avenida, y se sentaba con la espalda apoyada debajo de donde decía dios. Pero siempre, sin falta, antes de sentarse miraba el graffiti y como que refunfuñaba. No se entendía si estaba protestando, si blasfemaba, si agradecía o qué, pero ladeaba la cabeza como diciendo “no, no”, y despues de resoplar, se sentaba y sacaba de su carrito un bulto, que terminaba siendo una cajita plástica de esas de comida. Comía, envolvía la bandeja en un trapo, la guardaba en su carro. Apoyaba la nuca en la pared, como mirando al cielo, pero con los ojos cerrados, y dormitaba un rato. Generalmente al sol, porque daba bien fuerte a esa hora.

Como si tuviera un reloj biológico impecable, a eso de las 13:10 se levantaba, agarraba el carro y seguía caminando. A la noche, recién a las 21 o 22, se lo veía volver hacia el lado de la avenida. Cuando pasaba por el paredón, otra vez miraba donde decía “dios”, volvía a refunfuñar algo, meneaba la cabeza y seguía caminando.

Yo lo veía porque mi departamento daba al frente del paredón, en diagonal. Y como siempre trabajé desde casa, al lado de la ventana, lo veía al mediodía, y lo veía a la noche. Entonces fue que, una noche de esas, cuando él venía llegando hacia la esquina, se encontró con un grafitero que andaba con todas las ganas de usar los aerosoles de la mochila de skater que traía. Y le habló Gaspar. Algo le dijo y le señaló la pared. Se quedaron hablando un rato. Y la escena ya estaba aburrida así que me fui a cenar.

Al día siguiente, al salir ví que la pared estaba con un diseño nuevo. Ni más ni menos que la quebrada de Humahuaca. El grafitero realmente tenía talento. Pero el detalle que me llamó la atención, es que “dios” había quedado como parte del diseño, aunque con una breve modificación: la “d” ahora era mayúscula. Y hacia un lado de Dios, había un niñito pequeño desvanecido en el suelo, y del otro se veía a un hombre caminando con una especie de caña a modo de apoyo. En el cielo celeste, un sol radiante, y de fondo los colores bellísimos de la quebrada, con efectos que simulaban los rayos y las sombras del sol con las formas majestuosamente recortadas de la montaña. No tengo idea de cómo caben en una mochila flaca de skater flaco grafitero la cantidad de materiales que presumí eran necesarios. Pero el efecto fue maravilloso.

Bueno, la cosa es que ese mediodía, no lo ví a Gaspar. Hacía mucho frío, y pensé que tal vez estaría enfermo, o vaya a saber qué. “Y qué me importa además”.  

A la noche, no lo ví. Igualmente me dí cuenta al día siguiente. Tampoco lo ví al mediodía, y ahora el tiempo era hermoso, aunque era pleno invierno. A la noche tampoco, y al siguiente día tampoco. A Gaspar, no lo volví a ver nunca más.


Pasó un tiempo, ya ni sé cuánto. Y el paredón permaneció con el mismo diseño. Es como si los demás grafiteros respetaran la obra de arte, y los pegadores de propaganda política se apiadaron del esfuerzo ajeno (cosa bastante improbable, pero como este es un mito, ¿qué le hace una mancha más al tigre?).


Años más tarde, la casa se vendió a un grupo constructor. Iban a construir otro edificio como el mío. La noche anterior a la demolición, bajé a pasear a Genaro, mi hijo canino, y noté que alguien sacaba fotos a la pared. Crucé y me quedé mirando un rato el dibujo, y le comenté al chico que miraba las fotos en su celular: “Es hermoso este graffiti ¿no?”. Se rió, y me dijo…”Lo hice yo hace unos años. Lo va a demoler mi familia para hacer un edificio. Vamos a poner una imagen de esta pared en la entrada, en un cuadro.”.


Lo primero que pensé fue en la relación entre grafitero y familia constructora. Pero me duró un segundo nomás. Me quedé charlando con él, y me enteré de la historia más linda que había escuchado. Me contó que aquella noche, Gaspar, (ahí fue donde supe su nombre, antes no lo nombraba) le preguntó si iba a pintar algo, y le pidió si podía pedirle un favor. Germán - el grafitero - había ido a pintar garbanzos zombies esa noche… Pero cuando el viejo le habló, se sorprendió de varias cosas. Primero, tenía una voz joven, y un hablar pausado y típico de lectores avezados. Segundo, cuando hablaba, la cara se le arrugaba de una manera que era compatible con esa gente que se ríe mucho, que se broncea la parte exterior de la arruga y deja blanca la interior. Y por eso se delataba el tipo de muecas de la cara. Y tercero, le dijo que probablemente esa noche moriría, y que tenía una cuenta pendiente que no había podido saldar. Así que Germán le dijo que en ese caso, podía dejar los garbanzos zombies para otra esquina. Se sentaron ambos, y parece que estuvieron charlando hasta entrada la madrugada, para que pudiera ver la obra terminada. 


¿Qué deudas tiene Don Gaspar? - Preguntó Germán.


Nunca le agradecí a don Aureliano que me haya salvado la vida. Él ahora ya no está, y pronto no estaré yo tampoco. Si te cuento la historia, ¿me ayudas?. Esta pared me sostuvo la espalda y me dio sol durante tanto tiempo, que muchas veces me siento como si fuera él, que me acompaña.


-Cuénte. Soy todo oídos. 



- Lo tengo escrito porque tengo miedo de olvidarme. Dijo Gaspar, y buscó en su carro una pila de papeles.Sacó uno, y empezó a leerle. 


Germán recitó de memoria el extenso relato:


“Acabo de recordar lo que quizás sea el primero de todos los recuerdos conscientes de mi vida. La memoria me está empezando a fallar, pero esto lo recuerdo claramente. 

Tenía miedo. Estaba sentado en la tierra seca, sin transpirar, completamente deshidratado al sol de un mediodía que me estaba calcinando como nunca antes y – hoy lo sé – como nunca después. Me dolían los labios, y al tratar de aliviarme con la lengua me asqueaba por el gusto seco del polvo y la sal. Cerca de mí veía acercarse algo que pensé sería una lagartija, pero el espejismo de la alta cumbre desdibujaba la silueta y me hacía dudar: podía ser una serpiente, o un escorpión…ni siquiera podía discernir el tamaño real ni la distancia.  

Tenía miedo sí, pero no por el calor, no por la bestia anónima que me iba a marcar con su veneno mortal…recuerdo bien lo que era: era la completa y más inmensa soledad. En un punto de la puna jujeña, con vista al arco iris mas maravilloso que la tierra puede dibujar, estábamos el sol, la bestia y yo. Solo el sol, sola la bestia y solo yo. Caí sobre mi costado y sentí como el cielo se me venía encima, cuando de pronto un golpe de fuego alcalino y ardiente en mi frente hizo saltar gotas de agua sucia delante de mis ojos. Un hombre gordo con sombrero de paja se interponía entre el círculo dorado y mi angustiante pequeñez; me mojaba la cabeza y me daba de beber un poco de agua que me agujereaba la garganta al tragar. No me hablaba, pero asentía con su cara arrugada como diciéndome que todo estaba bien y en un gesto parecido a una caricia me raspaba las mejillas con sus ajadas manos. Ahí pude verlo un poco mejor. Su piel era muy rojiza, y eran tantas las líneas en su rostro que era difícil concentrarse para hacer foco en sus ojos o en su boca, pero al lograrlo se veía claramente el paso de una vida de sacrificio y silenciosa comunión con la vida. Aureliano se llamaba. Y qué bueno que mi primer recuerdo sea sobre él.” 


Germán me contó que estaba absorto no solo por lo agradable del viejo Gaspar, sino porque la manera en la que había escrito esas notas le disparaba mil preguntas: ¿quién es este tipo? ¿Tiene una profesión? ¿Por qué es un vagabundo? ¿Cómo es que habla tan bien?. Dijo que notó que esas hojas que leía, tenían borrones y estaban bastante manchadas con el grafito de los lápices que habría usado. Seguramente tenía lápices de dibujante, cuyas minas son más blandas. Gaspar siguió leyendo. 

“Me dolía el cuerpo y no podía articular bien los pasos, así que el hombre me cargó en la mula que traía y me llevó a su ranchito. En la hora y media que nos llevó el paseo, lo miraba caminar. Era un hombre grande, se notaba. Corpulento y con la espalda encorvada. Caminaba lento y con cierta cadencia pendular. Con una mano llevaba la mula y con la otra se ayudaba con una caña que había tallado burdamente. El paisaje era una postal inolvidable. Me acuerdo que, años más tarde pensé que ese trayecto había sido un viaje al paraíso…Ahí con Don Aureliano crecí, y respiré vida. Después las cosas se pusieron difíciles pero esos tiempos fueron – y son hasta el día de hoy- las memorias más férreas que poseo. De ahí en más tengo recuerdos, algunos más completos, otros menos. Pero lo que ha forjado mi personalidad fueron definitivamente y sin duda esos años en el norte. 

No tengo imágenes claras de cómo se fueron dando las cosas porque por esos años yo tendría unos cinco. Pero recuerdo que no hablábamos. Todo el día reinaba un silencio sublime. Me enteré de que lo llamaban Don Aureliano porque de vez en cuando venía un cartero y lo llamaba para dejarle una encomienda de Tilcara. El me hacía la comida, y me mostraba como tenía que hacerla, cómo lavar los platos, como alimentar a la mula y a las llamas que tenía en el corral. Me mostró como buscar y almacenar agua. Me enseño trucos para protegernos de la lluvia y de los bichos. Pasamos incontables horas sentados de cara a la Quebrada, donde lo veía observar con la mirada quieta cada una de las bandas. En algún momento me habrá hablado y de ahí en más tuvimos pequeñas charlas.  

Ya siendo yo un púber, sufrimos una sequía muy fuerte y tuvimos que trasladarnos a un poblado a unos 50 kilómetros al norte para conseguir algunos menesteres. Fue la primera vez que veía un pueblo. Cerca del ranchito había algunos otros ranchos con familias. La familia de Don Horacio era la que más veía. Su esposa hablaba mucho y siempre me regalaba algo. A veces me invitaban a jugar con sus hijos y me daban de comer.  

En este pueblo había mujeres y niños que jamás había visto, y 4 o 5 negocios repletos de comidas, ropa y utensilios. Había olor a quesos y a carne seca. Las personas nos miraban de reojo y murmuraban. Entramos a dos tiendas y Don Aureliano me indicaba qué cosas tomar. Eran pocas, porque el dinero era poco. Pero las hacíamos durar. 

En el camino de vuelta al ranchito no podía dejar de pensar qué lindo debía ser vivir rodeado de gente. Hablar, conocer otras personas. Le pregunté por su familia, y sin mirarme contestó – “está sentada en esa mula”. Yo chasqueé la lengua como quejándome de la evasiva y entendí que seguir preguntando era en vano. Otro día le pregunté si a veces no le daban ganas de tener alguien con quien noviar, y me dijo “la gente se queja mucho”. Yo ni sabía qué era una queja. Estuve días sin pensar en otra cosa más que el deseo de vivir en el pueblo. Una mañana desperté temprano para ir a pastorear como siempre, y encontré la mula cargada con unas alforjas, y a Don Aureliano parado al lado esperándome. El corazón me latía de entusiasmo pensando que me enviaría al pueblo por más elementos, pero en cambio, recibí una despedida. Me dijo que ya era hora de hacer mi propio camino y que en el rancho ya no había necesidad de tener un ayudante. (Nunca había hecho falta un ayudante en realidad) 

Hacen ya 50 años de aquel adiós. Nunca más volví a ver a Don Aureliano. Haber crecido prácticamente en el silencio del paraíso de la Quebrada me había limitado a expresar lo que tiempo después supe, era una insoportable congoja. Una culpa que no podía medir, por estar abandonando al viejo que me salvó aquel mediodía de morir deshidratado, me regaló la generosidad de compartir su pobreza y me hizo crecer las alas para, una vez más, vivir en la soledad. ¿Por qué no volví? ¿Por qué no fui a buscarlo cuando aprendí a trabajar en el pueblo? ¿Por qué me quedé conforme sin saber por qué estaba tan solo? ¿Por qué no le agradecí? 

Hoy sé, que Don Aureliano no quería compañía, ni gratitud, ni ayuda.  Al final, después de tanto arrepentimiento pude ponerles voz a los 50 años de silencio desde aquella despedida. La voz de esa soledad que a uno lo deja mudo.” 


Después de que Gaspar leyera estas notas, se notó cansado, pero a la vez - supo después Germán - aliviado. Le dijo a Gaspar que él podía pintar la quebrada. Cuando era chico había ido, y la conocía. A las horas siguientes, charlaron mientras Germán pintaba. Una vez dadas las gracias, Gaspar se despidió de Germán y se tocó el corazón en señal de reconocimiento. Germán le dijo seguro nos vemos pronto y me sigue contando. Pero eso no pasó. 


Resultó que esa noche, Gaspar murió. Y Germán se enteró un tiempo largo después, cuando estuvo detenido con otros dos amigos por grafitear paredes. En la comisaría había una oficial que había tenido que reportarlo, registrar la muerte y revisar su carro para ver si había algo con qué identificarlo. Parece que estaba interesada en la historia del viejo, porque - igual que a Germán - los escritos le habían llamado la atención. Charlando con los detenidos de por qué graffiteaban y otras variedades, Germán comentó lo de su obra de la esquina de Dios, y ella instantáneamente reconoció a Gaspar. Germán le preguntó si todavía estaban sus notas en algún lado, y resultó que sí, que se iban a desechar, y ella se las quedó. Así es como él pudo leer una y otra vez la historia de Don Aureliano, y hoy se la acuerda de memoria.

Le pregunté después de este relato, por qué había decidido su familia “homenajear” ese graffiti en particular.


-Si te lo cuento, no me vas a creer. Dijo. 


Y bueno, aquí es donde viene la segunda historia.


 
 
 

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